El corazón de la humanidad

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Nuestros corazones parecen estar muy lejos del de Jesús. Él es puro; nosotros somos codiciosos. Él es pacífico; nosotros nos afanamos. Él está lleno de propósitos; nosotros nos distraemos. Él es agradable; nosotros somos rebeldes. Él es espiritual; nosotros nos apegamos a esta tierra. La distancia entre nuestros corazones y el suyo parece ser inmensa. ¿Cómo podemos siquiera esperar tener el corazón de Jesús?

¿Está listo para una sorpresa? Ya lo tiene. Usted ya tiene el corazón de Cristo. ¿Por qué me mira de esa manera? ¿Le jugaría una broma en esto? Si usted ya está en Cristo, entonces ya tiene el corazón de Cristo. Una de las promesas supremas, y de la que nos percatamos es sencillamente esta: si usted le ha entregado su vida a Jesús, Jesús se ha dado a sí mismo. Ha hecho de su corazón su morada. Sería difícil decirlo de una manera más concisa que Pablo: «Vive Cristo en mí» ( Gálatas 2.20 ).

A riesgo de repetir, permítame volver a decirlo. Si usted ya le ha entregado su vida a Jesús, Él mismo se ha dado a usted. Se ha mudado a su vida, ha desempacado sus maletas y está listo para cambiarlo «de gloria en gloria en la misma imagen» ( 2 Corintios 3.18 ). Pablo lo explica diciendo que aunque parezca extraño, los que creemos en Cristo en realidad tenemos dentro de nosotros una porción de los mismos pensamientos y mente de Cristo (véase 1 Corintios 2.16 ). Extraño es la palabra. Si tengo la mente de Jesús, ¿por qué todavía pienso tanto como yo? Si tengo el corazón de Cristo, ¿por qué todavía tengo las manías de Max? Si Jesús mora en mí, ¿por qué todavía detesto los embotellamientos del tráfico?

Parte de la respuesta queda ilustrada en la historia de una señora que tenía una casita cerca de una playa en Irlanda, a principios del siglo. Era muy pudiente, pero también muy frugal. Por eso fue que la gente se sorprendió, cuando decidió ser una de las primeras en tener electricidad en su casa.

Varias semanas después de la instalación llamó a su puerta un empleado para leer el medidor. Le preguntó si la electricidad estaba funcionando bien, y ella le aseguró que sí.

-¿Me podría explicar algo -dijo el hombre-. Su medidor indica que casi no ha usado nada de electricidad. ¿Está usted usándola?

-Pues claro que sí -respondió ella-. Todas las noches cuando se pone el sol, enciendo las luces mientras enciendo las velas; después la apago.

Tenía conectada la electricidad, pero no la usaba. Su casa tenía las conexiones, pero no había tenido ninguna alteración. ¿No cometemos nosotros la misma equivocación? Nosotros también, con nuestras almas salvadas pero con corazones sin cambio, estamos conectados pero sin alteración alguna. Confiamos en Cristo para la salvación pero resistimos la transformación. Ocasionalmente movemos el interruptor, pero la mayor parte del tiempo nos conformamos con las sombras. ¿Qué pasaría si dejáramos la luz encendida? ¿Qué ocurriría si no solo moviéramos el interruptor sino que viviéramos en la luz? ¿Qué cambios ocurrirían si nos dedicáramos a morar bajo el brillo de Cristo? No hay duda al respecto: Dios tiene para nosotros un plan ambicioso. El mismo que salvó su alma anhela rehacer su corazón. Su plan es nada menos que una transformación total: Pablo dice que desde el mismo principio Dios decidió moldear las vidas de los que le aman de acuerdo a las líneas de su Hijo (véase Romanos 8.29 ).

Usted se ha «revestido de la nueva naturaleza: la del nuevo hombre, que se va renovando a imagen de Dios, su Creador, para llegar a conocerlo plenamente»

( Colosenses 3.10 , VP).

Dios está dispuesto a cambiarnos a semejanza del Salvador. ¿Aceptaremos su oferta? Le sugiero esto: Imaginémonos lo que significa ser como Jesús. Examinemos con detenimiento el corazón de Cristo.

 ¿Cómo perdonó Él? ¿Cuándo oró? ¿Qué lo hacía ser tan agradable? ¿Por qué no se dio por vencido? Pongamos «los ojos en Jesús» ( Hebreos 12.2 ). Tal vez al verlo, veremos lo que podemos llegar a ser. Tengan paciencia unos con otros, y perdónense si alguno tiene una queja contra otro. Así como el Señor los perdonó, perdonen también ustedes. COLOSENSES 3.13

Max Lucado

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