Lo atractivo de la santidad
Hoy en día , jamás contrarían a Juan el Bautista. Ninguna iglesia querría tener nada que ver con él. En relaciones públicas fue un desastre. «Juan iba vestido de ropa hecha de pelo de camello, la cual sujetaba al cuerpo con un cinturón de cuero; y comía langostas y miel del monte» ( Marcos 1:6 ). ¿Quién querría ver todos los domingos a un tipo así? Su mensaje era tan rudo como su vestuario: sin rodeos ni pelos en la lengua retaba al arrepentimiento porque Dios venía en camino.
A Juan no le interesaba si eras judío, sacerdote, bautista o los tres juntos. Lo que le interesaba era que te despabilaras y te pusieras a cuenta con Dios porque Él viene y esto no es una probabilidad. Es absolutamente cierto.
No, a Juan nunca lo contratarían hoy en día. Sus tácticas carecían de tacto. Su estilo no era delicado. Tenía pocos amigos y muchos enemigos,¿pero sabes algo? Cientos se convirtieron con su ayuda. «De toda la región de Judea y de la ciudad de Jerusalén salían a oírle. Confesaban sus pecados, y Juan los bautizaba en el río Jordán» ( Marcos 1:5 ).
Vea eso. «De toda la región de Judea y de la ciudad de Jerusalén». ¿Cómo explicamos una respuesta así? Sin duda, no era por su carisma ni su vestimenta. Ni por su dinero ni su posición, porque no tenía ni lo uno ni lo otro. Entonces, ¿qué tenía?
Una palabra. Santidad. El propio Juan el Bautista se apartó para cumplir una tarea: ser una voz de Cristo. Todo en Juan se centraba en ese propósito. Su ropa. Su dieta. Sus acciones. Sus exigencias. A sus oyentes los hacía pensar en Elías. Y a nosotros nos recuerda esta verdad: «Hay atractivo en la santidad». No tienes que ser como el mundo para impactar en el mundo. No tienes que ser como las multitudes para cambiar las multitudes. No tienes que rebajarte a sus niveles para llevarlos a tu propio nivel.
No tienes que ser ningún fenómeno. No tienes que usar ropa de pelo de camello ni comer insectos. La santidad no es ser excéntrico. Es ser como Dios. ¿Quieres marcar una diferencia en tu mundo? Vive en santidad:
- Sé fiel a tu cónyuge.
- Sé quien en la oficina se niega a engañar.
- Sé el vecino que actúa amigablemente.
- Sé el empleado que hace su trabajo y no se queja.
- Paga tus cuentas.
- Haz tu parte y disfruta la vida.
- No des un mensaje y vivas otro.
Fíjate en la última línea de las palabras de Pablo en 1 Tesalonicenses 4:11–12 .
Procurad vivir tranquilos y ocupados en vuestros propios asuntos, trabajando con vuestras manos, como os hemos encargado, para que os respeten los de fuera y para que nada os falte.
Una vida pacífica lleva a los inconversos a respetar a los creyentes.
¿Qué habría pasado si la vida de Juan no hubiera correspondido a sus palabras? ¿Qué habría pasado si hubiera predicado arrepentimiento y hubiera vivido en la inmoralidad? ¿Qué habría ocurrido si hubiera llamado a la santidad y hubiera tenido una reputación de deshonestidad? Si la vida de Juan no hubiera concordado con sus palabras, su mensaje habría caído en oídos sordos.
Así ocurre con nosotros.
La gente observa la forma en que actuamos más que oír lo que decimos.
San Francisco de Asís invitó una vez a un joven monje a acompañarlo a una ciudad a predicar. El novicio se sintió honrado con la invitación. Los dos salieron para la ciudad, recorrieron de arriba a abajo la calle principal, y luego anduvieron por calles secundarias. Conversaron con los transeúntes y saludaron a la gente. Después de algún tiempo volvieron a la abadía por otra ruta.
El joven le recordó a San Francisco su propósito original: «Ha olvidado, padre, que vinimos al pueblo a predicar». «Hijo mío», le replicó San Francisco, «hemos predicado. Muchos nos han visto. Observaron cuidadosamente nuestro comportamiento.
Nuestras actitudes fueron evaluadas rigurosamente. Todas nuestras palabras han sido oídas. Así predicamos nuestro sermón de esta mañana». 1
Juan fue una voz para Cristo con más que su voz. Su vida concordaba con sus palabras. Cuando los actos y las palabras de una persona son los mismos, la fusión es explosiva. Pero cuando una persona dice una cosa y vive otra, el resultado es destructivo. La gente sabrá que somos cristianos no porque exhibimos el nombre, sino por la forma en que vivimos.
Es la vida la que gana el nombre, no el nombre que crea la vida. He aquí una historia que ilustra este asunto.
Una pareja judía estaba discutiendo sobre el nombre que darían a su primer bebé. Finalmente le pidieron al rabino que viniera e intercediera en la disputa.
—¿Cuál es el problema?—preguntó el rabino.
La esposa habló primero:—Él quiere ponerle el nombre de su padre y yo quiero que lleve el
nombre de mi padre.
—¿Cómo se llama su padre?—preguntó el rabino al esposo. —José.
—¿Y cómo se llama su padre?—le preguntó a la esposa. —José.
—Y entonces, ¿dónde está el problema?—preguntó el rabino,sorprendido.
Fue la esposa la que habló de nuevo:
—Su padre fue un ladrón de caballos y el mío fue un hombre justo. ¿Cómo puedo saber que mi hijo va a llevar el nombre de mi padre y no el del suyo?
El rabino pensó un momento y luego replicó:
—Pónganle José. Luego vean si resulta ladrón de caballos o un hombre justo. Así sabrán el nombre de cuál de los padres lleva. Llamarse hijo de Dios es una cosa. Ser llamado hijo de Dios por los que observan su vida es otra bien distinta.
Yendo de camino, vio Jesús a un hombre que había nacido ciego. Los discípulos le preguntaron:
—Maestro, ¿por qué nació ciego este hombre? ¿Por el pecado de sus padres o por su propio pecado? Juan 9:1–2
Max Lucado «El trueno apacible»